Mirad las siguientes fotos y decidme qué veis.
‘Niños pobres’, diréis algunos.
Un negocio, señores. Lo que vemos en estas fotos es un negocio. Vamos a imaginar por un momento que sin dar ninguna explicación subimos estas fotos a la página web de una ONG cualquiera. Las personas que visiten la web no tendrán información sobre quiénes son estas personas, por qué van descalzas, por qué sus ropas están rotas. Son niños pobres. Necesitan ayuda. Apretemos el botón de donar. Listo. Sin involucrarnos más. Sin más información.
El orfanato donde residen estos niños recibe de media unos 1800 euros al mes. Y estamos hablando de un orfanato pobre. Los hay que reciben mucho más. Sin embargo cuando vamos a visitarlo no vemos ni rastro del dinero. El lugar está extremadamente sucio, los niños juegan al fútbol en una habitación con una sola ventana que da a un patio interior. Muchos tosen. Los dormitorios son húmedos y los colchones están plagados de chinches.
La directora nos muestra el edificio y nos cuenta historias tristes como si de una atracción turística se tratara. El cuadro es miserable. Pero es así como funciona el mundo, amigos.
¿No sería mejor desmantelar un lugar así?, me pregunto. ¿No sería mejor abolir estos orfanatos infectos que acumulan niños hambrientos como producto? Al final este tipo de refugios se asemejan más a un centro de peregrinaje del blanco bueno que viaja convencido de que su mera presencia puede cambiar algo. Dejemos de engañarnos; las buenas intenciones y la bondad por sí mismas no cambian absolutamente nada. La pobreza vende muchísimo, llama la atención, la pena mueve dinero. Pero ese dinero se va a los bolsillos de las personas que mantienen la miseria como negocio.
Parece que cuestionar la pobreza nos convierte en malas personas. Como si esta fuera un todo intocable y no una consecuencia. Este es un error categorial muy gordo. Hay casos en los que la pobreza es perpetuada por aquellos que más parecen luchar contra ella. (Cuidado, critico aquí a estos modelos de negocio, no a las miles de personas en el mundo que dedican su vida a los demás y que cuentan con toda mi admiración.)
‘No hay dinero’, se quejaba la mujer.
‘¿Y las donaciones?’, le pregunté.
‘Cuesta mucho mantener a los niños’, explicaba ella.
‘Sí, pero los niños no comen más que ugali. Los niños van descalzos. Los niños no tienen ropa. ¿Usted gasta el dinero en qué?’
‘En el lugar, en el agua, en pagar la electricidad’.
¿Ayudar? Ayudar sería coger todo ese dinero y meter a esos niños en un internado donde tengan las condiciones necesarias para estudiar y formarse. Pero entonces el producto se desvanece. Adiós al romanticismo del orfanato africano. Mantener un orfanato de veinte niños cuesta tres veces más que pagar directamente su educación (comida y alojamiento incluidos). Adiós a los museos de la pobreza.
¿A dónde irán los turistas bondadosos a hacerse fotos?
Y es que parece que en el mundo ONG importa más “la buena intención” que los resultados. Abolamos las premisas intelectuales de dichas organizaciones, abolamos las buenas intenciones, abolamos la ayuda, creemos sistemas educativos justos que no provengan de la caridad mal entendida sino de los mismos derechos humanos. El derecho a la educación de calidad. El derecho a ser niño. El derecho a no pasar hambre.
Acabemos con la idea de la donación y cambiémosla por la de inversión: invirtamos en jóvenes de futuro brillante capaz de sacar adelante estos países. Reivindiquemos la parte activa de quien invierte. Dejemos de asociar la idea ONG a la pobreza y empecemos a asociarla a innovación, educación, excelencia, honestidad. Distanciémonos de todo sentimentalismo a la hora de abordar estrategias y objetivos. La caridad nos lleva de vuelta a un discurso colonial que no debería tener cabida en las premisas de ninguna organización.
Quizá entonces se acabarán las oportunidades del voluntariado tal y como lo conocemos (porque en cambio habrá profesionales competentes sobre el terreno). Se acabará con “el viaje de lavado de conciencia” y se acabará, de una vez por todas, con el miserable negocio de la pobreza.
María Ferreira