Aunque la ciudad no es más que escombro y esqueleto, su vida aún late con fuerza entre las ruinas. Mogadiscio, como pisoteada por gigantes, se despereza de una pesadilla bélica que ha durado 22 años. Gentes venidas de la sequía, el hambre y la guerra se instalan entre los muros torturados de la que fue la capital más bella de África. Apenas queda sitio para nadie más. Son el cuarto estado sin Estado, los invisibles del no-país, los intocables de Somalia.
Llegan con los bolsas llenas de nada a ese océano polvoriento de tiendas que alguien ha bautizado como Sigale Camp, una mísera colmena de 40.000 almas, pero sólo un microcosmos en el horizonte inabarcable de los desterrados somalíes.
Cada día desembarcan decenas de nuevas familias que se instalan donde pueden. Entre edificios agujereados se crean pequeños ecosistemas. En uno de ellos, bajo un toldo de trapos, duerme Jamal, nacido a la vez que la nueva Constitución. Tiene seis hermanos con los que comparte mala fortuna, moscas y tres metros cuadrados de espacio. Su madre, Mumina Ibrahim, tiene 32 años. Llegaron hace unos meses desde la región de Ogadén porque sus animales murieron. Nada sabe de política y tiene dudas sobre los beneficios que traerá esta supuesta paz a sus existencias errantes.
Mientras sus vecinos Etiopía y Kenia crecen a toda velocidad, en Somalia hay lugares donde la pobreza no ha retrocedido un milímetro, tierras baldías y maltratadas donde un puñado de arroz marca el precio del abismo. Dos de cada tres somalíes dependen de la ayuda humanitaria.
A tiro de kalashnikov vive Aboka, 12 años de edad, huérfano de madre y con su padre desaparecido, probablemente enrolado en una de las milicias descontroladas que atemorizan a los civiles. Aboka perdió también a un hermano de neumonía y ahora vive con su abuela en una choza. «No voy a a la escuela porque no hay escuela a la que ir», dice.
Estos desplazados pagan una fortuna al señor de la guerra que controla la zona para poder quedarse, montan refugios con ramas y plásticos y practican su único credo: un día más con vida. Alivian su atroz existencia un puñado de trabajadores humanitarios que se juegan el pellejo en la ciudad más peligrosa del mundo. Save the Children está entre ellos: «Es evidente que ha mejorado la situación humanitaria en Somalia, pero todavía estamos preocupados por la cantidad de niños desnutridos y la falta de servicios básicos», cuenta Sonia Zambakides, responsable de los programas de esta ONG, que lleva aquí 40 años.
La ONG tiene en estos campos siete pequeñas clínicas trabajando al límite. Junto a una de ellas yacen Itawa Ali, 32 años, facciones de modelo, y su niña Khadija, de sólo nueve horas de edad. Dolorida por el parto, apenas puede moverse, casi ni hablar. Pero habla: «No consigo recordar por qué empezó esta guerra. No entiendo porqué estamos en esta situación». Esa respuesta se repetirá en todas las entrevistas. Son refugiados de una incomprensible sucesión de conflictos que han convertido Somalia en el paradigma de la autodestrucción y a Mogadiscio en un monumento al Apocalipsis. Y, a pesar de ello, hay esperanza: «Yo si creo en el nuevo Gobierno», dice Itawa, doblada por el dolor.
Como la mayoría de niños y niñas, el destino de Jamal será con seguridad pertenecer a una milicia; el de Khadija, casarse a los 13 o 14 años con alguien de su clan y empezar a engendrar hijos a los 15.
Fuera de su tienda, un loco con ametralladora y uniforme grita a los recién llegados. La larga guerra ha dejado la ciudad sembrada de psicópatas de acción retardada, auténticas bombas de relojería andantes. De vez en cuando el sonido de una ráfaga recuerda que hay cuestiones sin resolver entre los señores de la guerra que controlan cada barrio.
«Ayudamos a 100.000 personas con el trabajo de emergencia aquí en Mogadiscio y tenemos que dar alimentos y agua a estas familias al menos otros seis meses», comenta Zambakides. El 65% de la población pasa hambre o está en riesgo de sufrirla. Y el problema no sólo es la sequía. Sólo los hombres hacen las guerras, pulverizan ciudades y degradan al resto de seres humanos a la condición de fantasmas.
Dahan, como buen somalí, no es de ninguna parte. Su nación es su clan y un pozo con agua, su quimera. Tiene 14 años, cinco hermanos muertos, otros dos vivos y lleva dos primaveras buscando a su padre entre las ruinas. «Me dijeron que vivía aquí pero no lo encuentro». Su familia come gracias a lo que le dispensa la ONG. No es mucho, pero es la diferencia entre la vida y la muerte.
El 95% de la población vive en ese mismo agujero negro. El 5% restante incluye comerciantes, hombres de negocios, políticos o jefes de clanes. Serán ellos los que se beneficien de ese resurgir de la capital somalí. Los planes del refundado Estado son acabar del todo con los islamistas y reconstruir Mogadiscio. Pero no hay una sola estrategia para ayudar a estas personas a reconstruir sus vidas.
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