Un enfermo crónico. Así es como se le puede denominar a este país centroafricano aquejado de prácticamente todas las epidemias que azotan al continente negro: brotes incontrolados de cólera, una tasa de extrema pobreza disparada, incesantes enfrentamientos étnicos y religiosos, países vecino poco estables… y un gobierno cegado por el poder que emana el petróleo, ese oro del diablo que, a pesar que suponer más del 50% de los ingresos fiscales del país, sus ciudadanos apenas han podido disfrutar. Esta es la historia -escrita con pluma roja- de uno de los estados más abandonados del mundo.
Larga tradición tiránica
El territorio de la República del Chad, tal y como hoy lo conocemos, quedó delimitado tras ser colonizado por los franceses a finales del siglo XIX. Durante las siguientes décadas, Francia llevaría a cabo una (desastrosa) política de unificación entre el norte, zona rica en minerales y de mayoría musulmana; y el sur, con menos recursos y con una población animista y, posteriormente, también cristiana. Desde el principio, los franceses dispensaron un trato comercial favorable con los chadianos del norte, lo que acrecentó el hundimiento de la economía de los vecinos pobres de la otra mitad y originó lo que, a la postre, sería el germen de todos los males.
Mucha sangre tuvo que correr hasta que, en 1960, el sureño –y autoritario- Tombalbayé proclamó la independencia y se convirtió en el primer presidente del país. Sin embargo, la inexistencia de un sentimiento patriótico y las discriminatorias prácticas hacia la población musulmana, propiciaron que las rencillas étnicas, religiosas y económicas que habían permanecido ocultas, explotaran dando paso a una cruenta guerra civil. Las periódicas temporadas de sequía y sus consecuentes brotes de cólera, así como la entrada en el conflicto del ya expresidente de Libia, Muammar Al Gadafi -que buscaba cumplir su proyecto panarabista- pusieron a todo un país al borde de su desaparición. La relativa estabilización no llegaría hasta que en 1982, Hissene Habré alcanzó la presidencia respaldado por Francia, que vio una buena oportunidad para obtener ventajas petroleras y, a la vez, debilitar a Gadafi. Craso error. “El Pinochet de África”, como se le denominó desde Human Rights Watch, tejería una vasta red clientelista, maquinaría un sistema de clanes, formaría una unidad especial de policías secretas adiestradas en el arte de las torturas, fusilaría a decenas de miles de opositores y desviaría las ayudas internacionales para su beneficio propio.
Alarmados por todos estos trapicheos, Francia y EEUU decidieron retirarle su apoyo y dárselo al musulmán Idriss Déby que, tras acometer un exitoso golpe de estado en 1990, iniciaría un nuevo mandato no menos sangriento y dictatorial que el de su antecesor.
Déby, el mismo perro
No más nepotismo ni clientelismo. No más policía secreta. Hay que instaurar la libertad de prensa y de asociación así como legalizar todos los partidos políticos e iniciar el camino hacia una democracia verdadera. Esas fueron algunas de las promesas que Déby hizo en el día de su investidura. Todas ellas, acabaron en papel mojado.
Sirva de ejemplo los seis años hubo que esperar hasta que se celebraron las primeras elecciones. En aquella ocasión, Déby –en un fenómeno paradigmático- casi recibió más votos fuera que dentro de su propio país, lo que le valió para revalidar su envidiable puesto. La oposición salió en bandada a protestar; pero no la comunidad internacional, que dijo no ver indicios claros de fraude.
Esa victoria en las urnas fue lo que envalentonó al dirigente africano para dar un viraje radical a su política: a partir de ese momento, el Islam sería utilizado como arma política para iniciar una nueva cruzada contra la región del sur (dónde curiosamente se encuentran las mayores reservas petroleras). Fruto de esta política arbitraria se sucedieron un continuo goteo de golpes de estado. Sin embargo, la ausencia de unidad, propiciaron el fracaso de todas las intentonas y lo único que consiguieron fue relanzar la figura del sátrapa africano que, aún a día de hoy, continúa al mando del país.
Poco después de ganar –de nuevo sospechosamente- sus segundas elecciones, se dio a conocer un nuevo escándalo al conocerse que el gobierno había empleado en gasto militar los primeros 4,5 millones de dólares del pago del bonus petrolero mientras que apenas se habían destinado dos millones para los fondos educativos.
Eso por no hablar de la ´suerte´ que corren los líderes de la oposición, cuyos cuerpos suelen acabar flotando sin vida en el fondo del famoso lago que da nombre al país.
Darfur, el conflicto de la discordia
El conflicto de Darfur [enfrentamiento entre la población árabe (apoyada por el propio gobierno) y negra de Sudán] también ha provocado dolores de cabeza a las autoridades chadianas. No en vano, desde el inicio de las persecuciones, el país centroafricano ha recibido cerca de 500.000 refugiados, provocando un caos organizativo y económico en una región que no puede dar de comer ni a los suyos. Además, las milicias armadas que llegan de Sudán atacan los campos de refugiados en el territorio chadiano y acometen las mismas prácticas que en la famosa región de Sudán. Es decir, violan, torturan, cobran impuestos especiales y reclutan niños soldado, entre otras fechorías.
Chad y Sudán se han visto envueltos en un cruce de acusaciones, en el que ambos recriminan a sus respectivos rebeldes: Teóricamente, Sudán estaría apoyando a los rebeldes chadianos al este del país, mientras que a Chad se le acusa de apoyar a los rebeldes de Darfur.
Por si la situación no fuese lo suficientemente dramática, tras las recientes “revoluciones primaverales” nuevas avalanchas de refugiados han llegado al país y, para mayor desesperación, la misión de paz de la ONU, el MINURCAT, dio por finalizada su presencia en la región hace menos de un año.
Oscuras conclusiones
En definitiva, se puede decir que el país se encuentra en una situación de inestabilidad e ineficacia política marcada por la sucesión de intentonas golpistas auspiciadas por los mandos militares, las revueltas provocadas por diferentes facciones armadas y el desbordamiento administrativo por la diversidad cultural y la avalancha de refugiados.
Su líder Déby, ha demostrado ser un buen tahúr que guarda siempre un as en la manga: el petróleo, cuyo beneficio, no obstante, no es capaz ni de gestionar ni de repartir con eficacia. Además, prácticamente todos los acuerdos de paz que se han firmado –a cambio de créditos del Banco Mundial- han acabado en el baúl de los recuerdos.
Y ni la edad parece haber ablandado al tirano centroafricano, como se ha visto hace poco en las elecciones parlamentarias (donde se impuso con un discutible y discutido 88% de los votos) o con los desalojos forzosos de 10.000 viviendas para la construcción de “edificios modernos”.
¿Y cuál es el papel que desempeñan las dos grandes potencias en este contexto? Pues, mientras China abastece con sus petroyenes a las élites gubernamentales, Estados Unidos adiestra a los chadianos en materia antiterrorista contra el islamismo radical. A los dos, el tema de los derechos humanos, parece importarles más bien poco.
Fuente: Lo que no se ve