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Alberto Rojas: El farero de Mogadiscio

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“¿Dónde vamos ahora?”. “Vamos a la zona del faro. Es lo último que nos queda por ver”. Bashir coge su móvil y marca un teléfono. “Esa zona pertenece a otra milicia, tengo que pedir permiso y pagarles algo por entrar”. En somalí, Bashir habla con alguien al otro lado de la línea y después ordena a los suyos, la escolta armada del Toyota, que se pongan en marcha.

Desde la destruida catedral de Mogadiscio, hoy convertida en un maloliente vertedero, tardamos cinco minutos en llegar. Vemos el Índico a la derecha. Un check point con dos bidones llenos de arena y una cadena de lado a lado que delimita la nueva frontera. Todos conocen el coche de Bashir, así que nos abren el paso. El señor de la guerra, del clan Daroq, nos recibe unos metros más allá. Se muestra amable. Habla algo de inglés. Me pregunta de dónde vengo. Dudo si decirle que soy español. Nuestro pasaporte se cotiza mucho entre los secuestradores de por aquí. Saben que España paga y paga bien.

 

Alrededor no solo me rodean los ocho milicianos de Bashir que me protegen, también se despliegan los malotes del warlord, ataviados con armas enormes y cananas de balas como morcillas cruzándoles el pecho. Marcan territorio con su presencia y muestran curiosidad pero no hostilidad. Good afternoon, sir. Tú vienes con tus chicos, pero aquí mando yo, parece ser el guión no escrito de la escena. No hay rastro de mujeres. El teatrillo me hace replantearme el paseo y me giro hacia Bashir, que me habla desde la ventanilla: “No problem. It’s totally safe“, me dice. “Totally safe“, repito para mí mismo. “Totally safe“.

 

Las ruinas del hotel Uruba quedan a la izquierda, a unos 300 metros. Desde allí nos observan los militares ugandeses de la Amisom, la misión de paz de la ONU que intenta poner algo de coherencia en el caos somalí. Alrededor todo está pulverizado por 22 años de guerra. Tanques reventados, edificios que son esqueletos, basura y animales muertos aquí y allá. El hedor de la yihad es el de la podredumbre con moscas verdes. Si miro hacia la derecha lo veo. Ahí está, agujereado pero entero, desconchado por el abandono, de planta octogonal, cuatro pisos con ventanas a cada uno de los lados y de construcción italiana que lo emparenta con otros similares en Sicilia o Cerdeña. El faro del puerto antiguo de Mogadiscio.

 

Rodeado de la comitiva me sumerjo en la oscuridad de su interior. Nada más entrar, veo la enorme escalera de caracol que subía hacia los pisos superiores. Es imposible subir, porque parte de ella ha sido destruida. Desde ese círculo se abren habitaciones con las ventanas selladas por ladrillos. Huele a orines aquí dentro.

 

Atravieso otra puerta y veo a varios tipos tirados en el suelo fumando hierba y mascando khat, la euforizante droga local. Me miran pero permanecen en silencio, como todos los demás. Apenas se mueven, como espectros drogados. Le pregunto al jefe de la milicia si sabe algo del farero que trabajaba allí. “No, no se nada de él. Probablemente murió hace muchos años. Este faro dejó de funcionar nada más empezar la guerra. Hace mucho tiempo que nadie sube a la planta de arriba, quizá su cadáver siga allí”. Sus palabras se escuchan con eco allí dentro, como nuestros pasos. El viento del Índico dibuja sonidos fantasmales en el aire y refresca la estancia. Hace mucho aquí se hablaba italiano, se bebían capuchinos y había ópera los sábados por la tarde. Pero de eso ya nadie se acuerda.

 

Hago unas fotos, cosa rápida porque no mola nada estar allí, rodeado de tan ilustres huéspedes cargados de artillería. Click, click. A la salida, me detengo en una de esas habitaciones oscuras. En su interior veo tres granadas RPG, de esas que lo mismo sirven reventar para tanques, helicópteros o barcos, y unos cuantos kalashnikovs. Le pregunto al jefe a qué se dedican: “Solo somos pescadores”, dice guasón. ¿Y eso? “Eso es para pescar tiburones”. Se sonríe el pirata, orgulloso. “Gracias por su visita, amigo”.

 

Bashir arranca el coche y el faro desaparece entre otras ruinas de la ciudad blanca. En el crepúsculo la gente quema basura y el humo lo impregna todo. En una calle veo a unos chavales esnifando pegamento. Si fuera verdad eso de que hay tanta belleza en la construcción como en la destrucción, Mogadiscio sería una incuestionable obra de arte, el gran monumento al apocalipsis, un homenaje a la megamuerte, aunque a veces la megamuerte sea un contrabandista somalí que da la mano, te sonríe y, con modales de Lord inglés, te llama de usted.

 

Fuente: jotdown.es